Señores Presidentes eméritos de la República,
Señor Presidente del Senado,
Señor Presidente de la Cámara,
Señor Presidente del Gobierno,
Señor Presidente del Tribunal Constitucional,
Honorables parlamentarios,
Señores representantes de las Regiones, de las Provincias y de los Ayuntamientos de Italia,
Autoridades, Damas y Caballeros,
Deseo saludar con gratitud a los muchos que han respondido a mi llamamiento a festejar y celebrar los 150 años de la Italia unida: a los muchos ciudadanos que conocí o que me dirigieron mensajes, expresando reflexiones y sentimientos sinceros, y a todos los sujetos públicos y privados que han promovido iniciativas cada vez más numerosas en todo el país. Instituciones representativas y administraciones públicas. Regiones y provincias, y en primer lugar ayuntamientos, alcaldes también, especialmente los de los pequeños ayuntamientos, confirmando que es ésta nuestra institución con tradición histórica más antigua y arraigada, el fulcro del autogobierno democrático y de cualquier orden autonomista.
Escuelas, cuyos profesores y directivos expresaron su sensibilidad por los valores de la unidad nacional, estimulando y recibiendo una atención y disponibilidad difusas entre los estudiantes. Instituciones culturales de alto prestigio nacional, universidades, asociaciones locales vinculadas con la memoria de nuestra historia en los mil sitios en los que se desenvolvió. Y también casas editoras, diarios, radiotelevisiones, en primer lugar la pública. Gracias a todos. Gracias a todos aquellos que dieron su aporte en seno al Comité interministerial y en el Comité de garantes, comenzando por su propio Presidente. La satisfacción por este despliegue de iniciativas y contribuciones, que proseguirà por mucho más tiempo tras la celebración de hoy, puede ser común. Y quiero añadir también la satisfacción por el relanzamiento de nuestros símbolos, de la bandera tricolor, del Himno nacional, de las melodías del Resurgimiento, un relanzamiento nunca antes tan vasto y difundido.
Se comprendió y compartió ampliamente, entonces, la convicción que nos instaba, y que formularé de esta manera: la memoria de los eventos que conducirían al nacimiento del Estado nacional unitario, así como la reflexión sobre el largo camino recorrido después, podrán resultar valiosas en la fase tan difícil que está experimentando Italia, en una época de cambios profundos e incesantes de la realidad mundial. Podrán resultar valiosas para suscitar las respuestas colectivas que más necesitamos: orgullo y confianza; conciencia crítica de los problemas aún por resolver y de los nuevos retos a afrontar; sentido de la misión y de la unidad nacional. Es con este espíritu que hemos concebido las celebraciones de los ciento cincuenta años de la unificación.
Orgullo y confianza, en primer lugar. ¡No temamos aprender esta lección de las vicisitudes del Resurgimiento! No nos dejemos paralizar por el horror de la retórica: para evitarla, es suficiente entregarse a la luminosa evidencia de los hechos. La unificación italiana representó una gesta histórica extraordinaria, por las condiciones en las que se dio, por las características y la envergadura que adquirió, por el éxito que la coronó superando las previsiones de muchos y premiando las esperanzas más atrevidas. ¿Cómo se presentó ese resultado ante los ojos del mundo? Volvamos a leer la carta que ese mismo día, el 17 de marzo de 1861, el Presidente del Gobierno envió a Emanuele Tapparelli D'Azeglio, que regía la Legación de Italia en Londres:
"El Parlamento Nacional acaba de votar y el Rey ha sancionado la ley en virtud de la que Su Majestad Víctor Manuel II asume, para su persona y para sus sucesores, el título de Rey de Italia. De esta forma, la legalidad constitucional ha consagrado la obra de justicia y reparación que ha devuelto Italia a sí misma.
A partir de este día, Italia afirma en voz alta su existencia ante el mundo. El derecho que le pertenecía a ser independiente y libre, y que ha sostenido en los campos de batalla y en los Consejos, Italia lo proclama hoy solemnemente". Así escribía Cavour, con palabras que reflejaban la emoción y el orgullo por la meta lograda: sentimientos, éstos, con los que todavía podemos identificarnos. El camino multisecular de la idea de Italia había concluido: esa idea-guía, que por mucho tiempo se había irradiado gracias al impulso de elevadísimos mensajes de lengua, literatura y cultura, se había abierto camino cada vez más, en la época de la revolución francesa y napoleónica y en las décadas sucesivas, recogiendo adhesiones y fuerzas de combate, inspirando reivindicaciones de libertad y motines revolucionarios, e imponiéndose finalmente en los años decisivos para el desarrollo del movimiento unitario hasta su cumplimiento en 1861. Ninguna discusión, aunque lícita y fecunda, sobre las sombras, las contradicciones y las tensiones de ese movimiento podrá ofuscar el dato fundamental del histórico salto hacia adelante que representó el nacimiento de nuestro estado nacional para el conjunto de los italianos, para las poblaciones de todos los rincones, del norte y del sur, que en él se unieron. Así entramos, juntos, en la modernidad, removiendo las barreras que nos impedían la entrada. ¿Cabe recordar cuál era la condición de los italianos antes de la unificación? Hagámoslo con las palabras de Giuseppe Mazzini - 1845: "Nosotros no tenemos una bandera nuestra, no un nombre político, no una voz entre las naciones de Europa; no tenemos un centro común, ni un pacto común, ni un común mercado. Estamos desmembrados en ocho Estados, independientes el uno del otro ... Ocho líneas aduaneras ... dividen nuetros intereses materiales, obstaculizan nuestro progreso ... ocho sistemas distintos de monetización, de pesos y medidas, de legislación civil, comercial y penal, de ordenamiento administrativo, nos convierten en extranjeros los unos para los otros". Además, proseguía Mazzini, Estados gobernados despóticamente, "de los que uno - que contiene casi una cuarta parte de la población italiana - pertenece al extranjero, a Austria". Sin embargo, para Mazzini no cabía duda que existía una nación italiana, y que no había "cinco, cuatro, tres Italias" sino "una Italia".
Entonces, fue la conciencia de intereses fundamentales y exigencias comunes apremiantes, y fue, también, una poderosa aspiración a la libertad y a la independencia, que llevaron al compromiso de multitudes de patriotas - aristócratas, burgueses, obreros y pueblerinos, personas cultas y no, monárquicos y republicanos - en las batallas por la unificación nacional. Batallas duras, sangrientas, afrontadas con magnífico arrebato ideal y heroica predisposición al sacrificio de jóvenes y más jóvenes, a veces protagonistas de las hazañas más audaces, aun condenadas a la derrota. Es justo que hoy se vuelva a honrar su memoria, evocando episodios y figuras como hemos estado haciendo a partir, en el mes de mayo pasado, del aniversario de la Expedición de los Mil, hasta el homenaje brindado esta mañana a los sitios y a los prodigiosos protagonistas de la gloriosa República romana de 1849.
Las vicisitudes del Resurgimiento son fuente de orgullo vivo y actual para Italia y para los italianos desde muchos puntos de vista, y será suficiente destacar sólo algunos. En primer lugar, la suprema sabiduría del liderazgo político de Cavour, que posibilitó la convergencia de componentes subjetivas y objetivas distintas, de no fácil composición y hasta en abierto conflicto entre ellas, hacia una meta única, concreta y decisiva. En segundo lugar, la aparición, en seno a la sociedad y claramente entre las clases urbanas, en las ciudades italianas, de reservas ricas, acaso imprevisibles - sensibilidades ideales y políticas, y recursos humanos - que se expresaron en el arranque de voluntarios como componente activa esencial para el éxito del movimiento unitario, y una creciente adhesión a dicho movimiento de parte de no sólo restringidas elites intelectuales sino asimismo de capas sociales no marginales, también gracias a la difusión de nuevos instrumentos narrativos y de comunicación.
En tercer lugar, quisiera destacar el nivel excepcional de los protagonistas del Resurgimiento, de los inspiradores y de los actores del movimiento unitario. Una galería formidable de ingenios y de personalidades - las femeninas, que hasta ayer no fueron estudiadas ni recordadas lo suficiente - , de hombres de ideas y de acción. Comenzando, es claro, por los mayores: baste pensar no sólo en la impronta esculpida en la historia, sino también en el legado al que acudir todavía con un fervor renovado de estudio e interés general, que representa el mito mundial, sin igual - que no es una leyenda artificiosa - de Giuseppe Garibaldi, y en los diferentes pero igualmente grandes legados de Cavour, de Mazzini y de Cattaneo. Esos mayores, lo sabemos, discreparon y se combatieron: pero cada uno de ellos sabía que el aporte de los otros contribuiría al logro del objetivo considerado común, aunque ello no fue suficiente para borrar sus contrastes de fondo y, sucesivamente, sus tenaces resquemores. Hablé de los protagonistas principales, pero podrían mencionarse muchos otros nombres - del campo moderado, del área católica liberal, y del campo democrático - que atestiguan un extraordinario florecimiento de personalidades sobresalientes en la acción política, en la sociedad civil, en la administración pública.
Por otra parte, estos motivos de orgullo italiano tan fortalecedores son confirmados por los reconocimientos recibidos en ese mismo periodo, y también sucesivamente, procedentes de afuera de nuestro país, de representantes de la política y de la cultura histórica de otras naciones; reconocimientos de la trascendencia europea del nacimiento de la Italia unificada, del impacto que ésta tuvo sobre otros casos de nacionalidad en movimiento en la Europa de las últimas décadas del siglo XIX y aún más adelante. Tampoco podemos olvidar el horizonte europeo de la visión y de la acción política de Cavour, y la presencia significativa, en el acervo ideal del Resurgimiento, de la generosa utopía de los Estados Unidos de Europa. Mientras se acercaban los ciento cincuenta años, en Italia se volvió a inflamar el debate tanto sobre los límites y condicionamientos que gravaron sobre el proceso unitario, como sobre las decisiones más controvertidas sucesivas al logro de la Unificación. Pasar por alto estas cuestiones, ignorar los momentos críticos y los puntos negativos del camino recorrido antes y después de 1860-61, significaría realmente ceder a la tentación de narraciones históricas edulcoradas y a las insidias de la retórica.
Sin embargo, ciertos clamorosos simplismos pueden despistarnos: como el de imaginar un posible arresto del movimiento por la Unidad poco más allá de un Reino de la Alta Italia, contra la visión más ampliamente inclusiva de la Italia unida, que respondía al ideal del movimiento nacional (como Cavour había comprendido, nos lo enseña Rosario Romeo) - una visión y una opción que la hazaña garibaldina, la Expedición de los Mil, hizo irresistible. La Unificación no pudo realizarse sino afrontando ciertos límites de fondo como la ausencia en la vida pública de las masas campesinas, o sea de lo que era entonces la gran mayoría de la población, y por ende, afrontando el lastre de una cuestión social potencialmente explosiva. La Unificación no pudo realizarse sino bajo la égida del Estado más avanzado que existía en la península, ya caracterizado en sentido liberal, más abierto y acogedor para la causa italiana y sus combatientes, o sea bajo la égida de la dinastía de los Saboya y de la clase política moderada de Piamonte, encarnada por Cavour. Fue ésa la condición objetiva reconocida con generoso realismo por Garibaldi, aun siendo demócrata y republicano, con su "Italia y Víctor Manuel". Y si el enfrentamiento entre los garibaldinos y el Ejército Real en Aspromonte se recuerda como un rastro doloroso de la áspera dialéctica de posiciones que se entrelazó con el camino hacia la unificación, parece singular la tendencia a "descubrir" hoy, con escándalo, que las batallas en el campo combatidas por la Unidad fueron, obviamente, también batallas entre italianos, como suele suceder donde quiera que haya movimientos nacionales por la libertad y la independencia.
Pero más allá de los simplismos y las polémicas instrumentales, merece la pena considerar los términos de la reflexión y del debate más reciente sobre las decisiones adoptadas inmediatamente después de la unificación por las fuerzas dirigentes del nuevo estado. Al respecto, se han registrado profundizaciones críticas serias, que, sin embargo, no pueden sino colocarse en el marco de una evaluación histórica objetiva del cuadro de la Italia pre-unitaria así como lo habían heredado el nuevo gobierno y el parlamento nacional. Se encontraron éstos ante férreas necesidades de supervivencia y desarrollo del estado que acababa de nacer, que no podían sino prevalecer respecto de un examen sereno y previsor de las opciones existentes, en particular la opción entre centralización, en aras de la continuidad y de la uniformidad con el estado piamontés, por una parte, y por la otra - si no federalismo - descentralización, con formas de autonomía y autogobierno también a nivel regional. Con respecto de esto, sigue siendo válida la vigorosa síntesis que trazara Gaetano Salvemini, un gran historiador, y a la vez un espíritu eminentemente crítico. Él escribió: "Entre 1860 y 1870, los gobernantes italianos se encontraban con que debían afrontar dificultades formidables". Lo que se impuso era entonces - a juicio de Salvemini - "el único ordenamiento político y administrativo que hubiera permitido satisfacer en Italia la demanda de independencia y de cohesión nacional". Así, a través de errores no menos graves que las dificultades a superar, "se realizó" - son todavía palabras del historiador - "una obra ciclópea. De siete ejércitos se hizo un único ejército ... Se trazaron las primeras líneas de la red ferroviaria nacional. Se creó un sistema impositivo despiadado, para sostener los gastos públicos crecientes y para pagar el interés de las deudas ... Se renovaron de arriba abajo las relaciones entre el Estado y la Iglesia".
Se erradicó el bandidaje en la Italia meridional, aun pagando la necesidad vital de derrotar ese peligro de reacción legitimista y de disgregación nacional con el precio de una represión a veces feroz como respuesta a la ferocidad del bandidaje y, a largo plazo, con el precio de un sentimiento de enajenamiento y hostilidad contra el Estado que se radicaría aún con más fuerza en el Mediodía.
En este cuadro histórico tan dramáticamente condicionado, y en una "obra ciclópea" de unificación que sentó las bases de un mercado nacional y de un desarrollo económico y civil moderno, hoy podemos encontrar motivos de comprensión de nuestra manera de constituirnos como Estado, motivos de orgullo por lo que nació y se comenzó a construir hace 150 años, y motivos de confianza en la tradición de la que como italianos somos portadores. Al mismo tiempo, podemos encontrar en el mismo una plena conciencia crítica de los problemas que Italia tuvo y sigue teniendo que afrontar. Problemas y debilidades de orden institucional y político que - en las décadas sucesivas a la Unificación - influyeron de forma determinante en las atormentadas vicisitudes del estado y de la sociedad nacional, que después de la primera guerra mundial desembocaron en una crisis radical que resolvería el fascismo, con la violencia en clave autoritaria. Y también problemas y debilidades de tipo estructural, social y civil.
Son los primeros problemas los que hoy nos parecen haber encontrado, durante el siglo pasado, las respuestas más válidas. Me refiero a ese gran evento de renovación del Estado en sentido democrático que coronó el rescate de Italia de la dictadura totalitaria y de la nueva servidumbre a que había sido reducida la nación por la guerra fascista y la derrota con que ésta se concluyó. Un rescate que fue posibilitado gracias al surgimiento de las fuerzas forjadas en el antifascismo y a la movilización partisana, a la que se aunaron en la Resistencia las filas de los militares aún fieles al juramento. Un rescate que culminó con el excepcional clima ideal y cultural y con el fuerte clima unitario - más fuerte que las diferencias históricas y las fracturas ideológicas - de la Asamblea Constituyente.
Con la Constitución aprobada en diciembre de 1947 finalmente asumió sus contornos un nuevo diseño estatal, fundado en un sistema de principios y garantías de los que el ordenamiento de la República, aun en su evolución previsible y practicable, no hubiera podido prescindir. Como lo indicara explícitamente el informe Ruini sobre el proyecto de Constitución, "la innovación más profunda" consistía en apoyar el ordenamiento del Estado sobre bases de autonomía, de acuerdo con el principio fundamental del artículo 5, que vinculó la unidad e indivisibilidad de la República al reconocimiento y a la promoción de las autonomías locales, referidas éstas, en la segunda parte de la Carta, a Regiones, Provincias y Ayuntamientos. E igualmente de forma explícita se presentó dicha innovación, en el informe Ruini, como correctiva de la centralización que había prevalecido en el momento de la unificación nacional.
La sucesiva experiencia, que duraría varias décadas, de las lentitudes, insuficiencias y distorsiones que se registraron en la aplicación de ese principio y de esas normas constitucionales, hace diez años llevó a la revisión del Título V de la Carta. Y no es por casualidad que, hasta la fecha, sea ésa la única reforma importante de la Constitución que el Parlamento haya aprobado, el cuerpo electoral haya confirmado y gobiernos de distinta orientación política se hayan comprometido a aplicar en concreto. En definitiva, se recuperó la inspiración federalista que se había presentado en diversas formas pero que no había encontrado su realización en el desarrollo y tras concluirse el movimiento de unificación. Después de la unificación, también los proyectos moderadamente autonomistas que se habían preparado en seno al gobierno cedieron camino a los temores e imperativos dominantes, ya en el corto tiempo que le quedara a Cavour por vivir y a pesar de su reiterada posición en principio hostil a la centralización, aunque no favorable al federalismo.
Hoy celebramos el aniversario de la unificación mientras vemos que la atención pública está dirigida a verificar las condiciones en las que una evolución en sentido federalista - y no sólo en campo financiero - podrá garantizar mayor autonomía y responsabilidad a las instituciones regionales y locales, renovando y reforzando las bases de la unidad nacional. Es precisamente este reforzamiento, no su contrario, el auténtico fin a perseguir.
Por otra parte, en nuestra historia y en nuestra visión, la palabra unidad casa con otras: pluralidad, diversidad, solidaridad, subsidiariedad.
En cuanto a los problemas y a las debilidades de carácter estructural, social y civil que mencionaba antes y que hemos heredado, entre las obras incompletas de la unificación que se han perpetuado hasta hoy cabe recordar la distancia entre norte y sur, la condición del sur de Italia, que se encuentra en el centro de nuestras preocupaciones y responsabilidades nacionales. Y es precisamente respecto de esta cuestión que más tardan en llegar las respuestas adecuadas. Seguramente grava la experiencia de las tentativas y de los esfuerzos realizados repetidamente durante las décadas de la Italia republicana, que no faltaron de frutos pero que no llevaron a resultados resolutivos; también pesa el hecho de haberse ofuscado la conciencia de las potencialidades que ofrece el Mediodía para un nuevo desarrollo global del país, y que sería fatal para todos no saber valorizar.
Precisamente si miramos a esta cuestión crucial vale el llamamiento a hacer de los ciento cincuenta años de la Unificación de Italia una ocasión para una profunda reflexión crítica, para lo que he querido llamar "un examen de conciencia colectivo". Un examen que ninguna parte del país puede eludir, y para el que será esencial el aporte de una reflexión severa por parte de las clases dirigentes y de los ciudadanos del mismo Mediodía sobre sus propios comportamientos.
Cabe referir bajo muchos aspectos y no en pequeña medida al Mediodía, si bien deba ser vista en su caracterización general y su valor nacional, la cuestión social como se presenta hoy en Italia, la de las desigualdades, de las injusticias - de las graves penalizaciones para una parte de la sociedad. Aquí también hay legados históricos, antiguas debilidades que considerar, comenzando por la insuficiencia crónica de las posibilidades de empleo, que en el pasado, y hasta después del nacimiento de la República, hizo de Italia un país de emigración masiva, y que hoy convive con el complejo fenómeno del flujo inmigratorio, del trabajo de los inmigrantes y de su necesaria integración. Sin temer exceder en la brevedad de esta referencia mía a la cuestión social, digo que es preciso verla, ante todo, como una dramática falta de perspectivas de empleo y de valorización de sus potencialidades para una parte importante de las generaciones jóvenes.
No cabe duda que la respuesta, en general, hay que encontrarla en una nueva calidad y un dinamismo acrecentado de nuestro desarrollo económico, basados en el papel de protagonistas que, en cada fase de construcción, reconstrucción y crecimiento de la economía nacional, siempre han desempeñado y están llamados hoy a desempeñar el mundo de la empresa y el mundo del trabajo, que experimentaron ambos, a lo largo de un siglo, transformaciones profundas y decisivas. Pero no es mi intención hacer aquí una reseña del conjunto de las pruebas que nos esperan. Solamente querría que compartiéramos la convicción que éstas representan auténticos desafíos, extremadamente laboriosos y bajo muchos aspectos extremadamente duros, tanto que requerirán un gran espíritu de sacrificio y ahínco innovador, en una visión nueva y realista del interés general. La carga de confianza que nos será indispensable deberemos encontrarla en la experiencia de haber superado muchas pruebas arduas a lo largo de nuestra historia nacional y en la consolidación de los puntos de referencia fundamentales para nuestro futuro.
Una prueba de extraordinaria dificultad e importancia la Italia unida la superó al afrontar y paulatinamente resolver el conflicto con la Iglesia católica. Tras 1861, el objetivo de la plena unificación nacional se persiguió y se logró también con la tercera guerra de independencia en 1866 y con la conclusión de la guerra 1915-18: pero era irrenunciable el objetivo de dar al naciente Estado italiano, en tiempos no demasiado largos, Roma como capital, cuya conquista por la vía militar - tras el fracaso de todos los intentos de negociación - hizo precipitar, inevitablemente, el conflicto con el Papado y la Iglesia. Pero la solución del conflicto se emprendió con una inteligencia, moderación y capacidad de mediación que ya había demostrado el estado liberal con la Ley de garantías de 1871 y que - tras firmar en 1929 y acoger en la Constitución los Pactos de Letrán - desembocó recientemente en la revisión del Concordato. Por parte italiana, se apuntaba a la finalidad del laicismo del Estado y de la libertad religiosa, junto con la paulatina superación de cualquier separación o contraposición, en la vida social y en la vida pública, entre laicos y católicos.
Una finalidad y una meta perseguidos y plenamente garantizados por la Constitución republicana y proyectados cada vez más en una relación altamente constructiva y en una "colaboración para la promoción del hombre y el bien del país" - también mediante el reconocimiento del papel social y público de la Iglesia católica así como la garantía del pluralismo religioso. Hoy, esta relación se manifiesta como uno de los puntos de fuerza sobre el que podemos apoyarnos para consolidar la cohesión y la unidad nacionales. El testimonio más alto de ello nos lo ha dado el mensaje de enhorabuena que me envió - y se lo agradezco - el Papa Benedicto XVI con ocasión del aniversario que celebramos hoy. Un mensaje que recuerda con sabiduría el aporte fundamental del Cristianismo en la formación de la identidad italiana a lo largo de los siglos, así como la participación de representantes del mundo católico en la construcción del Estado unitario, hasta el imborrable aporte de los católicos y de su escuela de pensamiento en la elaboración de la Constitución republicana, amén de su sucesiva afirmación en la vida política, social y civil nacional.
Pero ¡cuántas pruebas superadas y cuántos momentos elevados experimentados a lo largo de nuestra historia podríamos recordar para sostener la confianza que debe guiarnos ante los retos de hoy y del futuro! Aun considerando sólo el periodo sucesivo a la derrota y al desplome de 1943 y, después, a la Resistencia y al nacimiento de la República, todavía permanece imborrable en el alma de aquellos como yo que, de muy jóvenes, pasaron por aquel momento crucial, la memoria de un abismo de destrucción y retroceso general del que podíamos temer no lograr volver a emerger.
Sin embargo, la Italia unida, tras conjurar con sabiduría política los riesgos de separatismo y de amputación del territorio nacional, consiguió volver a levantarse. El primer "milagro", acaso el más auténtico, fue la reconstrucción y, después - pese a ásperos conflictos ideológicos, políticos y sociales - el salto hacia adelante, más allá de cualquier previsión, de la economía italiana, cuyas bases habían sido sentadas durante los primeros cincuenta años de vida del Estado nacional. Italia pasó entonces a formar parte del área de los países más industrializados y avanzados, en la que pudo ingresar y donde todavía hoy está presente gracias al más grande de los inventos históricos de los que supo ser protagonista a partir de los años cincuenta del siglo pasado: la integración europea. Ésta se convirtió y es también la bisagra esencial de una proyección cada vez más activa de Italia en la más amplia comunidad transatlántica e internacional. Nuestra posición convencida, sin reservas, afirmativa y propulsora en la Europa unida es todavía la mayor oportunidad de la que disponemos para erguirnos a la altura de los desafíos, oportunidades y problemáticas de la globalización.
Otras pruebas, igualmente peligrosas y difíciles, las tuvimos que superar en la Italia republicana, en el terreno de la defensa y consolidación de las instituciones democráticas. Me refiero a asechanzas solapadas y penetrantes, así como a ataques violentos y difusos - stragismo y terrorismo - que no fue fácil frustrar y que logramos derrotar gracias a un sólido anclaje a la Constitución y gracias también a la fuerza de múltiples formas de participación social y política democrática; recursos a los que siempre acude la lucha contra el fenómeno todavía devastador del crimen organizado.
En todas esas circunstancias siempre obró, y decidió a favor del éxito, una fuerte base unitaria, inconcebible sin una identidad nacional compartida. Los factores determinantes de esta identidad italiana nuestra son la lengua y la cultura, el acervo histórico artístico e histórico natural: no deberíamos olvidarlo nunca, ahí estriba acaso el secreto principal de la atracción y simpatía que suscita Italia en el mundo. Y hablo de expresiones de la cultura y del arte italiana también en tiempos recientes: baste citar el relanzamiento en los diversos continentes de nuestra grande, peculiar tradición musical, o el aporte del mejor cine italiano a la representación de la realidad y a la transmisión por doquiera de la imagen de nuestro país.
Pero en primer lugar, es componente primaria de nuestra identidad nacional el sentido de la patria, el amor por la patria que ha vuelto a surgir entre los italianos a través de vicisitudes hasta desgarradoras y frustrantes. Haber vuelto a descubrir ese valor - después del fascismo - , y promoverlo, no puede confundirse con un abandono al nacionalismo. Hemos conocido ya los daños y pagado los precios de la presunción nacionalista, de las pretensiones agresivas contra otros pueblos y de las degeneraciones racistas. Pero nos hemos liberado de éstas, así como han hecho todos los países y pueblos que se unieron en una Europa sin fronteras, en una Europa de paz y cooperación. No es justificable el bochorno, pues, ninguna vergüenza puede impedirnos manifestar - y se lo debemos también a aquellos que bajo el pabellón tricolor obran y arriesgan sus vidas en las misiones internacionales - nuestro orgullo nacional, nuestro apego a la patria italiana, por todo lo noble y vital que nuestra nación ha expresado a lo largo de su dilatada historia. Y tanto mejor podremos manifestar nuestro orgullo nacional cuanto más cada uno de nosotros sabrá demostrar humildad en el desempeño de sus deberes públicos, sirviendo en todos los niveles al Estado y a los ciudadanos.
Finalmente, no hay nada reductivo en vincular el patriotismo con la Constitución, como hice en este mismo Hemiciclo con ocasión del 60° aniversario de la Carta de 1948. Una Carta que representa todavía la base válida de nuestra vida común, al ofrecer - junto con un ordenamiento reformable a través de esfuerzos compartidos - un cuerpo de principios y valores en los que todos podemos reconocernos ya que hacen que sea tangible y fecunda, abriéndola al futuro, la idea de patria, y definen el gran marco regulador de las batallas libres y competiciones políticas, sociales y civiles.
Que sirvan, entonces, las celebraciones de los 150 años para difundir y profundizar entre los italianos el sentido de la misión y de la unidad nacional: como nos parecerá aún más necesario cuanto más lúcidamente miremos al mundo que nos rodea, con sus promesas de un futuro mejor y más justo y con sus muchas incógnitas, también las misteriosas y terribles que nos reserva la naturaleza. Resistiremos, en este gran mar abierto, a las pruebas que nos esperan, como ya hemos hecho en momentos cruciales del pasado, porque también hoy disponemos de grandes reservas de recursos humanos y morales. Pero lo lograremos a una condición: que obre nuevamente una fuerte base nacional unitaria, no erosionada ni disuelta por ciegos partidismos, por pérdidas difusas del sentido del límite y de la responsabilidad. No sé cuándo ni cómo sucederá; confío que suceda; convenzámonos todos, profundamente, de que es ésta ya la condición para la salvación común, para el progreso común.