LECTIO MAGISTRALIS
DEL PRESIDENTE DE LA REPUBLICA ITALIANA GIORGIO NAPOLITANO
CON MOTIVO DE LA CONCESION DEL DOCTORADO HONORIS CAUSA
DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE
Madrid, 29 de enero de 2007
"Raíces antiguas y nuevas razones de la unidad europea"
En pos de las raíces de lo que llamamos Europa, es posible remontarse a tiempos muy antiguos, y lo han hecho, también en tiempos recientes - quiero decir posteriormente a la Segunda Guerra Mundial - historiadores de distintas escuelas, guiados por una fuerte inspiración. Entre ellos, Lucien Febvre, con un curso en el Collège de France en 1944-45, precisamente mientras acontecía la derrota del nazismo y de su proyecto de un "nuevo orden europeo". Cuando se publicaron y presentaron, y hay que esperar hasta 1999, aquéllas lecciones inéditas e incompletas, se destacó que cuando Febvre impartió su curso, Europa parecía "una idea prohibida", por la contaminación sufrida durante los años de la opresión nazi en todo el continente.
El gran historiador francés se dedicó a reconstruir el concepto de Europa, al dar ese nombre a "una unidad histórica, una indudable, innegable unidad histórica" e identificando su nacimiento como "creación de la Edad Media". El cuadro que nos legó Febvre de la "génesis de una civilización", con la que él identifica Europa, es poderoso; abarca desde Grecia y el helenismo hasta el Imperio romano; desde la Europa carolingia hasta la Europa del siglo XVIII y constituye, hasta la fecha, una de las reconstrucciones más preclaras de la formación de esa identidad europea sobre la que todavía se interrogan dubitativa y a menudo insustancialmente los euroescépticos, que tienden a negar que pueda ser reconocida y valorada.
La referencia a la historia y a la idea de Europa, a sus caracteres constitutivos y a su perfil unitario, sigue siendo esencial para reforzar la autoconciencia europea y para dar conciencia del fundamento ideal, sobre el que se basó en nuestro tiempo, la empresa de la unificación gradual de Europa. Las contribuciones en análisis y pensamiento que a lo largo de toda la segunda mitad del siglo pasado han aportado y todavía aportan los estudiosos de diferentes disciplinas y los protagonistas del debate sobre Europa, nos advierten claramente de que no caigamos en una mitificación acrítica de la identidad, de la civilización y de la cultura europea. Nos instan a no suprimir, en nuestras reconstrucciones, las contradicciones y las páginas sombrías de la historia de Europa; y a que nunca ensombrezcamos las diversidades, que representan una riqueza y un dato indispensable de Europa, como "una y plural".
Pero cabe destacar el papel de la cultura común europea como fuente de unidad y cohesión esencial, como nunca lo fue antes, frente al crecimiento de las diversidades a medida que la Unión se amplía y ante la debilitación de aquel primer motor del proceso de integración que fue la caída de las fronteras entre las economías nacionales. En este sentido, fueron muy agudas las consideraciones conclusivas del Grupo consultivo sobre la dimensión espiritual y cultural de Europa, instituido en 2004 por iniciativa del Presidente de la Comisión Europea.
Aquéllas consideraciones, que ostentan las firmas de Kurt Biedenkopf, Bronislaw Geremek y Krysztof Michalski, merecen ser citadas, por ejemplo, allí donde dicen:
"Pese a las dificultades para definirlo, no puede haber dudas acerca del hecho de que existe un espacio cultural europeo común: un acervo de tradiciones, ideales y aspiraciones a menudo entrelazadas, y al mismo tiempo en tensión entre sí. Estas tradiciones, estos ideales y estas aspiraciones nos aúnan en un contexto compartido, y hacen de nosotros los "europeos": ciudadanos y pueblos susceptibles de unidad política y capaces de encontrarse en una constitución que todos reconocemos y sentimos como "europea"".
No se trata de un patrimonio que debamos cultivar de forma estática, no se trata de un horizonte cerrado: siempre queda abierto, para Europa y para su cultura, el "enfrentamiento con lo nuevo, lo distinto, lo ajeno". Pero es preciso tener plena conciencia del legado que nos nutre y que ya constituye una sólida base de unión.
Hubo en nuestro pasado múltiples experiencias históricas. Tentativas de unificación imperial de Europa, de unificación por la fuerza de las armas, desde el diseño napoleónico hasta el brutal proyecto hitleriano. Así como hubo experiencias de crecimiento comunitario, desde la Cristiandad medieval hasta la "República de las Letras" y la Ilustración.
Son antiguas, entonces, las raíces de la unificación europea, y no cabe duda de que se han sucedido - en un recorrido que comenzó mucho antes del siglo XX y culminó en la primera mitad del mismo - intuiciones e invocaciones anticipadoras de la unidad europea, visiones previsoras y cada vez más claramente definidas de un destino común y de una meta unitaria para Europa.
Sin embargo, hoy debemos hacernos guiar por una noción clara de lo que nació en los años cincuenta del siglo pasado: un proyecto concreto de integración que hoy parece haber llegado a una disyuntiva, entre un desarrollo más coherente o un deterioro fatal.
En 1950, en 1952 y en 1957 se emprendió un proceso que, hasta entonces, no habían logrado suscitar ni siquiera las voces más fuertes, con todos sus acentos proféticos. Sólo entonces se cruzó el umbral de una construcción política real.
Aún antes de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, Jean Monnet había expresado su convicción de que no habría habido paz en Europa, si los Estados se hubiesen reconstruido sobre las antiguas bases de la soberanía nacional. Poco tiempo depués, él se convertiría en el principal inventor y artífice de la Europa unida de nuestro tiempo. A principios de los años 40, en una isla de destierro, los antifascistas italianos Altiero Spinelli y Ernesto Rossi, elaborando el Manifiesto de Ventotene, habían concebido la misma idea de Monnet, que representó entonces el más completo programa federalista europeo. Dicho manifiesto atacaba drásticamente el dogma de la soberanía absoluta y de la ideología nacionalista, responsables de la división y de las destrucciones que Europa padeciera en dos guerras mundiales.
No era la primera vez que se lanzaba la idea de la Federación Europea, o de los Estados Unidos de Europa; ya había conocido cierta fortuna y se había traducido en algunas importantes iniciativas políticas en el periodo posterior a la Primera Guerra Mundial, pero de la catastrófica experiencia de la Segunda tomaba nueva fuerza y dramática urgencia. Pero, ¿cómo podía abrirse, y cómo al fin se abrió ese camino? Éste es el punto que ahora conviene retomar.
Todavía se citan hoy, a menudo - como antecedentes de las opciones de los años cincuenta - los solemnes llamamientos al movimiento por la unidad europea, y unos acontecimientos políticamente significativos como, por ejemplo, el discurso de Winston Churchill de septiembre de 1946, en Zúrich, y el Congreso de La Haya, de mayo de 1948. Y seguramente fue muy fuerte, en el '46, la referencia del gran estadista inglés a la necesidad de volver a crear pronto la Familia Europea, arrancando de una nueva asociación entre Francia y Alemania, y asegurando el mismo reconocimiento a las Naciones, pequeñas y grandes, dentro de una estructura que Churchill no dudó en llamar "los Estados Unidos de Europa". Por lo demás, él quiso inspirarse en el ejercicio de la Unión Pan-Europea intentado, en el período de entreguerras, por el Conde Coudenhove-Kalergi y por Aristide Briand.
Sin embargo, cabe destacar que en el mismo discurso de Zúrich, el Reino Unido y la Commonwealth británica fueron citados como posibles "amigos y patrocinadores" de la "nueva Europa" - como los Estados Unidos y posiblemente Rusia - y no como sujeto comprometido también en construirla y formar parte de ella.
Más aún cabe destacar que "el primer paso práctico" que sugirió Churchill fue la formación de un "Consejo de Europa", incluso también con la participación del Reino Unido; y que ésta misma fue también su indicación al inaugurar, poco tiempo después, en mayo de 1948, el Congreso de La Haya. No es una casualidad que, a distancia de un año, lo que surgió fue el Consejo de Europa, escogiendo un camino que - pensaba Jean Monnet - conduciría a un impasse.
El camino para evitar este impasse sólo podía ser el de poner en tela de juicio el "dogma de la soberanía absoluta" de los Estados Nacionales. Y ello se logró por primera vez con la Declaración Schuman del 9 de mayo de 1950. Pero ¿cuáles fueron las circunstancias que posibilitaron este paso histórico?
Para contestar a esta pregunta es preciso ver cuál era el cuadro político internacional. No podía ser suficiente, de por sí, y no lo fué, la lección de la Segunda Guerra Mundial, una experiencia histórica cuya dramática advertencia no podían ignorar, ni los viejos ni los nuevos líderes políticos. Para realizar y provocar un cambio de tanta envergadura, el impulso decisivo derivó, en realidad, de la necesidad urgente de asociar a la derrotada Alemania a una perspectiva democrática común: una necesidad cada vez más acuciante tras la nueva tensión y la tendencia al enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética, en su desafío por la hegemonía sobre el continente europeo. El fantasma de la amenaza soviética, el inicio de la guerra fría, contribuyeron a alumbrar una primera agregación entre Estados grandes y pequeños de la Europa Occidental, que confluyeron sobre todo en la gestión concertada de la ayuda norteamericana para la reconstrucción, es decir, los recursos del Plan Marshall.
Indudablemente, entonces, el origen y la huella del proceso de integración europea fueron políticos. Ese proceso no podía emprenderse sino dentro de las fronteras de una sóla parte de Europa: es decir, entre aquellos Estados que, históricamente, contaban con ordenamientos democráticos, o los estaban reconstruyendo - tras la caída del fascismo y del nazismo - en una relación de alianza con los Estados Unidos de América. Éstos, por su parte, estaban comprometidos en favorecer la evolución de Europa en su zona occidental hacia una nueva unidad, comenzando por Francia y Alemania.
Entre los seis países que firmaron la Declaración Schuman, Francia se dejó guiar por una visión estratégica, persiguiendo, en esa fase, la única solución posible para la cuestión alemana; un interés estratégico semejante tenían los países del Benelux; y Alemania, que se constituía en República Federal, no podía no reconocer en la integración europea el camino perfecto para un retorno en el seno de la comunidad internacional con el reconocimiento de su papel, lejos de cualquier sumisión punitiva.
En cuanto a Italia, fue el mismo Monnet, en sus Memorias, quien atribuyó a Alcide De Gasperi la convicción de que "Italia no tendría en Europa un papel equivalente al de los Estados más industrializados" a menos que acelerase un proceso político que desembocara en un gobierno "capaz de tomar las decisiones supremas en nombre de los Europeos". Ésta fue seguramente una motivación no secundaria - junto con la de profesar genuinamente el ideal europeísta - para la opción italiana de involucrarse desde el principio, en el reto de la integración europea y de intentar, posteriormente, una caracterización fuertemente política del proyecto de "Comunidad Europea de Defensa".
Examinando este cuadro general de los condicionamientos y de los intereses que obraban en las relaciones internacionales, y que determinaban las preocupaciones estratégicas de los principales países de Europa occidental, se pueden encontrar las razones del éxito - que de otra forma hubiera sido improbable - de la propuesta Schuman en mayo de 1950.
Naturalmente, precisamente porque esa propuesta y su posterior concretización - el Tratado que instituyó la Comunidad del Carbón y del Acero - inauguraban el capítulo de la gestión común de cuotas de soberanía de los Estados nacionales que se habían adherido, y por ende de la creación de instituciones supranacionales independientes de los gobiernos de cada Estado, hasta imaginar el nacimiento de una Federación europea, el Reino Unido, no se adhirió: y permanecería fuera de ella durante veinte años más.
El proceso de integración nació con el objetivo primario de la paz, entre Francia y Alemania y, por consiguiente, en el corazón de Europa. Un objetivo político para el cual poner en común la producción del carbón y del acero era algo funcional, como primera "realización concreta" de una Europa unida, como primera manifestación de una "fusión de intereses" (así rezaba la Declaración Schuman). El intento de proceder con rapidez hacia una Unión política, en cambio, fracasó, junto con el rechazo, en 1954 (por parte de la Asamblea Nacional Francesa), del Tratado institucional de una Comunidad Europea de Defensa. En ese Tratado, por iniciativa italiana, inspirada personalmente por Altiero Spinelli, se había incluido un artículo clave, el n. 38, que preveía la elección por sufragio universal de una Asamblea Común, así como la elaboración de un proyecto de comunidad política de tipo federal.
Pero este jaque mate, aún siendo grave, y el hecho de que con la posterior Conferencia de Messina y la firma, en 1957, de los Tratados de Roma, se emprendía con determinación el camino de la integración económica, no pueden ensombrecer la importancia decisiva del objetivo primario de la paz, ya asumido como punto de partida, y del origen de la política internacional que había marcado el nacimiento de la Europa comunitaria. Un ensombrecimiento similar se ha dado en cambio en las décadas posteriores; para la opinión pública, el proceso de integración acabó identificándose en sentido estricto con el Mercado Común y con todas sus sucesivas evoluciones.
Ahora bien, no cabe duda de que el éxito de la integración económica, en primer lugar en la Europa de los seis, representó la fuerza de atracción principal para las posteriores ampliaciones de la Comunidad, a nueve y posteriormente a doce Estados miembros. Pero lo que siguió siendo fundamental fue la inspiración de paz del proyecto nacido en 1950. Y hoy, cuando, entre los ciudadanos, la opción de la integración europea parece ser controvertida y contestada, es preciso ante todo revalorizar con decisión ese resultado de gran envergadura histórica: el hecho de haber superado los nacionalismos conflictivos y agresivos que dividieron y ensangrentaron Europa dos veces a lo largo del siglo XX y que prendieron fuego a los incendios de la Primera y la Segunda Guerra Mundial. La expectativa de beneficios, en términos de crecimiento económico y de prosperidad social, que las Comunidades Europeas en primer lugar, y luego la Unión, habían querido garantizar, sin duda tuvo un papel esencial, entre los años '70 y los '90 del siglo pasado: pero lo que siguió siendo fundamental fue la función pacificadora que con la integración, y en unidad y democracia, se extendió a toda Europa.
Grecia, España y Portugal se liberaron de las dictaduras y miraron a la Comunidad Europea como el lugar de la democracia y el guardián de la paz común. Y hacia Europa ha mirado con especial interés España: una Nación que ha sido protagonista de la gran historia y cultura europeas.
En las décadas de la guerra fría, antes y más aún que el anhelo de bienestar, siempre ha sido un hilo político - la referencia a la libertad y a la asociación libre y pacífica entre naciones democráticas - lo que ha acercado a la realidad de la Europa unida a los países del Centro y del este, lo que también contribuyó a la crisis de los regímenes comunistas, hasta su caída, y que se tradujo inmediatamente después en una carrera general por sumarse a la Comunidad.
Sin embargo, la Unión política, Europa como sujeto político, tardó en tomar cuerpo en el cauce cada vez más amplio de la integración mercantil y económica. De hecho, la parcial fusión de soberanías con la que se había arrancado en los años '50, se fue consolidando y profundizando en las décadas que siguieron. Pero el asumir, o, mejor dicho, el perseguir efectivo de nuevos objetivos políticos para la Europa unida - con especial referencia a una política exterior y de seguridad común - ha encontrado profundas resistencias. La misma resistencia que ha encontrado todo esfuerzo dirigido a dar nuevos cauces de desarrollo, en el plano político-institucional, al "invento comunitario".
Un invento que, fue en efecto genial y decisivo, una vez descartada como impracticable la opción de una construcción conjunta para concebir y alumbrar sin demora, sobre el modelo de una Federación europea. Es cierto que, en noviembre de 1954 - preparándose para dejar la presidencia de la Alta Autoridad de la CECA - Monnet había reiterado la necesidad de avanzar en el proyecto de la integración hasta llegar a constituir los Estados Unidos de Europa. Con increíble anticipación había añadido: "Nuestros países se han quedado demasiado pequeños para el mundo actual con respecto al tamaño de Estados Unidos y de Rusia hoy, de China y de la India, mañana". Sin embargo, el recorrido era el que había trazado el invento comunitario: un cruce entre dos soberanías, una supranacional y la otra nacional, un enfrentamiento y un equilibrio entre instituciones que pudieran ambas representar la idea de una Unión - como se la definiría posteriormente - de Estados y de pueblos, de Estados y de ciudadanos.
Pero mientras hasta principios de los años '90 ese equilibrio se había ido consolidando y había registrado una evolución significativa, posteriormente se dieron bruscos frenazos y paradas en el camino de la integración.
El ejemplo más notorio lo brindó la historia del euro, o, mejor, del "post-euro". Al principio, un avance valiente, un logro histórico, el de la unificación monetaria; en los años siguientes, la resistencia al necesario colofón, el del gobierno de la economía. Y la dispersión persistente de las políticas económicas nacionales ha gravado mucho sobre la posibilidad de realizar los objetivos de la que se ha dado en llamar estrategia de Lisboa.
Sustancialmente, han vuelto a surgir recelos y actitudes de cerrazón por parte de varios Estados nacionales, en el espíritu de una anacrónica defensa de las antiguas prerrogativas.
Sin embargo, sabemos que la Europa comunitaria nació de un acuerdo entre estados nacionales, grandes y pequeños. En realidad, nunca se había pensado - ni siquiera por parte de federalistas coherentes y combativos como Altiero Spinelli - en la anulación o desaparición, no digo de las Naciones, sino de los Estados nacionales. Ni mucho menos se había pensado en la meta de un super-Estado centralizado, en el que se pudieran anular esas peculiaridades históricas, esas diferencias - tanto nacionales como regionales y locales - que tanto enriquecen y hacen tan reconocible la fisonomía de Europa.
Al contrario: siempre se reiteró el principio de subsidiariedad entre los principios fundacionales de la construcción europea: el compromiso para que fueran rigurosamente respetados se ratificó finalmente con el Tratado Constitucional de 2004.
La idea de convocar una Asamblea Constituyente elegida directamente por los ciudadanos - idea que cultivaron con tanta tenacidad Altiero Spinelli y el movimiento federalista - nunca encontró piernas suficientemente robustas como para poder avanzar, ni las condiciones políticas que permitieran su realización: aunque representara un estímulo y una fuerza muy valiosa, contribuyendo ciertamente, entre otras cosas, a hacer madurar la decisión, a partir de 1979, de la elección directa del Parlamento Europeo por parte de los ciudadanos.
Por otra parte, en el mismo trazado del "invento comunitario", tomó cuerpo un proceso constituyente. Aunque el origen de la Comunidad, y por tanto de la Unión, fuese jurídicamente de orden internacional, desde el principio coexistieron en su evolución - como destacara recientemente Giuliano Amato - aspectos de carácter constitucional e internacional. También, gracias a la sabia iniciativa del Tribunal de Justicia, se emprendió un proceso de constitucionalización, en primer lugar con la aprobación del principio de la primacía del derecho comunitario respecto del nacional: y en esto se reflejó el hecho de que, al dar vida a la Comunidad Europea, los Estados habían aceptado una limitación de soberanía y de poderes, al tiempo que habían "creado un ordenamiento que vinculaba tanto a los ciudadanos como a los mismos Estados".
Ese proceso de constitucionalización se ha sucesivamente concretado con la plena legitimación democrática del Parlamento Europeo y con la atribución a la misma institución supranacional de poderes cada vez más consistentes. Y sin embargo, hasta los primeros años del siglo actual, nos hemos quedado a un paso de la definición de un orden constitucional que no fuera puramente el que pudiera derivar de los Tratados que fueron sucediéndose desde los años '50 hasta el 2000.
Un refinado estudioso como Jon Elster, en un libro publicado no hace mucho, recordó las oleadas de procesos constituyentes que se sucedieron tras la Convención de Filadelfia de 1787 y la Asamblea Constituyente de París, de 1789-91; y que se sucedieron también después de la Segunda Guerra Mundial en Europa, hasta la que siguió a las revoluciones de 1989 en la Europa centro-oriental. Y me parece que podríamos añadir: hasta el proceso constituyente - en su verdadero sentido, es decir, con el objetivo de redactar una Constitución - que se inauguró en la Unión Europea con la Convención de Bruselas de 2002-2003.
Se evidencian también en el ensayo de Elster ciertas sugerentes afinidades entre procesos constituyentes tan lejanos en el tiempo y tan distintos por sus puntos de partida: por ejemplo, una afinidad en la tendencia de la "criatura" - el órgano constituyente - a rechazar los límites impuestos por su creador. Y bien, ¿acaso no cabe afirmar que la Convención de Bruselas superó los límites del mandato que recibiera del Consejo europeo, es decir de los gobiernos nacionales que la habían instituido, manifestando el carácter y el nombre de Constitución a atribuir al Tratado que se proponía elaborar?
Casi veinte años antes, el Parlamento europeo como tal, con la fuerza que le diera la elección por sufragio universal, se había atribuido a si mismo el mandato de elaborar y aprobar un proyecto de Tratado institucional de la Unión europea, inspirado por Altiero Spinelli. Desgraciadamente ese mandato, que no había sido atribuido al Parlamento europeo por los gobiernos nacionales, no le fue reconocido ni siquiera después: el Proyecto Spinelli - se le puede llamar así - fue simplemente dejado de lado, archivado, aunque muchas de sus ideas y propuestas fueron paulatinamente recogidas en los Tratados estipulados posteriormente, en base a acuerdos entre los Estados miembros de la que, de todas formas, vino a llamarse "Unión Europea".
Hoy, de la misma forma, nos encontramos ante el riesgo de que el proyecto de Tratado constitucional propiamente dicho, elaborado por la Convención de Bruselas y acogido por la Conferencia Intergubernamental con varias modificaciones, disminuyentes y peyorativas, sea también arrinconado. Lo que supondría un riesgo aún más grave, ya que esta vez se renegaría de la firma del texto por parte de los jefes de gobierno o de Estado de veintisiete países, dieciocho de los cuales ya lo han ratificado. Al mismo tiempo, sería un riesgo extremadamente grave con respecto a las razones por las que fue necesario el paso solemne - en la historia de la Comunidad y de la Unión - dado hacia una verdadera Constitución, y respecto a las nuevas razones que requieren la consolidación y el desarrollo de la unidad europea.
La elección de trabajar en un Tratado constitucional - o, como se le definió con mayor precisión, "Tratado que establece una Constitución para Europa" - no expresaba una veleidad nominalista, y no representaba un capricho ni un lujo. Respondía a exigencias profundas. En primer lugar, la de coronar la gran hazaña de la unificación del continente en la paz y en la democracia con la identificación común y la aprobación de un marco de valores, principios, objetivos, equilibrios institucionales y reglas. Un marco de síntesis en el que se reflejara la experiencia de cincuenta años de integración europea, a partir de la conciencia de aquellas antiguas raíces de historia, civilización y cultura comunes, a las que he querido referirme al principio de mi presentación. No era suficiente, y menos aún lo sería hoy, hacer referencia a los muchos tratados acumulados en el tiempo y que desembocaron en el insuficiente Tratado de Niza.
En segundo lugar, la exigencia a la que sólo un Tratado constitucional podía y puede responder es la de una adecuación general de las políticas y de la acción, y por lo tanto de las estructuras y de los procesos de decisión de la Unión, a las nuevas pruebas de gobernabilidad que conlleva la ampliación - la más reciente, ya tan notable, y la que se puede prever para el futuro -y, por tanto, a los nuevos retos de la competencia global y de la política mundial.
Precisamente tras la toma de conciencia de la envergadura de dichos desafíos, a finales de 2001 surgió la decisión de dar vida a la Convención: de esta toma de conciencia podemos sacar las razones más profundas para un salto hacia adelante de la integración europea.
Y quiero referirme, sobre todo, a las razones y a las posibilidades de un nuevo papel de Europa como actor global y como sujeto de la política internacional. Posiblemente todavía no nos hayamos dado plenamente cuenta plenamente del vuelco radical que se produjo con las revoluciones de 1989 en el Este de Europa y con la disolución de la Unión Soviética. Durante más de treinta años, después del nacimiento de la Comunidad europea, las posibilidades de desarrollo de una política exterior común fueron limitadas principalmente por la condición de una Europa y de un mundo divididos en dos bloques contrapuestos. Los países de Europa occidental eligieron el campo que les era más afín, y sólo pudieron caracterizarse, a menudo en clave de moderadores, dentro de la coalición atlántica, promover iniciativas de diálogo y de distensión para con los países del bloque soviético, comprometerse en cooperar, en diversas medidas, con los países en vías de desarrollo.
Pero a partir de los años '90 se abrió un campo de responsabilidad y, al mismo tiempo, de oportunidades sin precedentes para una Europa que quiere jugar su papel, y no resignarse a un rápido declive de su importancia y de su prestigio en la escena mundial.
Se trata de contestar a una pregunta procedente en gran medida de fuera de Europa. Porque a Europa se le reconoce una tradición de potencia civil, una capacidad de mediación política desinteresada en situaciones de crisis, una vocación para conjugar el recurso al instrumento militar, en las misiones desarrolladas en sedes representativas de la comunidad internacional, con iniciativas de solidaridad y apoyo a procesos de desarrollo económico, social e institucional. Es por ello que se requiere una presencia e iniciativa mayores por parte de Europa en distintos escenarios mundiales y en todas las problemáticas globales más acuciantes.
Ningún Estado Miembro de la Unión puede, por sí sólo, dar respuesta al afán por una Europa de estas características ni a estos imperativos del mundo actual: sí puede hacerlo la Unión en su conjunto, sacando de sí misma la mayor unidad de planteamientos y sinergia de esfuerzos posibles. Puede hacerlo sin poner en entredicho su histórica alianza con los Estados Unidos de América y sus vínculos transatlánticos, pero dotándose de un perfil más claro y adquiriendo un espacio de acción propio.
Mientras la Unión no tome la determinación de asumir este rol, estará condenada a sufrir desarrollo y mutaciones de los equilibrios mundiales que podrán afectar a Europa en sus propios procesos de crecimiento y progreso. Todo el mundo debería haberlo comprendido. Y a todo el mundo la experiencia le está, de hecho, enseñando que cuando se renuncia a actuar como un sujeto unitario, capaz de llevar a cabo una acción común y de dotarse para ello de los medios necesarios, se acaba por permanecer inertes, o por dejarse llevar por otros frente a amenazas que no respetan fronteras (que no es necesario recordar ya que están a la vista de todos).
Cuesta constatar, que tanto en las clases dirigentes nacionales como en la opinión pública, a la percepción, por lo menos aparente, de las nuevas responsabilidades de Europa en el mundo, y a la aceptación de la necesidad, real y tangible, de hacer valer la importancia de una Europa unida, se acompañan escepticismos sustanciales acerca de la posibilidad de que la Unión pueda desempeñar una función y una acción eficaces a nivel global, y sea capaz de contribuir a la promoción de un orden mundial más pacífico, más justo y equilibrado. Y estos escepticismos van al unísono con lo que queda de las ilusiones de protagonismo a nivel internacional de los mayores Estados miembros y en paralelo con la reluctancia a atribuir poderes adecuados y recursos más consistentes a las instituciones de la Unión. Tan es así, que cabe el temor a una perdida del equilibrio originario del "invento comunitario", de la claridad del compromiso a sacar adelante, hacia metas más ambiciosas, ese proceso de integración que, desde los comienzos, ha caracterizado a la construcción europea frente a cualquier otra alianza tradicional entre Estados soberanos.
En el futuro más próximo ¿se generara energía suficiente para disipar este temor? No hay que abandonarse al pesimismo. Es sin duda una hazaña posible hacer que resurja en la ciudadanía un consenso nuevo y más amplio con respecto a la empresa que arrancó hace mas de cincuenta años. Y se logrará, si nos empeñamos ante todo en dar el justo valor a los extraordinarios logros que se han alcanzado y que parecen estar muy subestimados o incluso olvidados, mientras encuentran caldo de cultivo las posturas más críticas o nihilistas difundidas por las corrientes euro-escépticas.
Al mismo tiempo, es indispensable aprovechar la oportunidad del Tratado constitucional, que había sido concebido también para permitir un mayor conocimiento y participación por parte de los ciudadanos, sobre la base de una representación global y actualizada de la manera de ser de la Unión Europea.
Finalmente, el consenso puede recuperarse y volver a lograrse revalorizando las motivaciones originales de la creación de la Comunidad, con el sentimiento de llevar a cabo una misión aún más ambiciosa en un mundo que ya se encuentra sometido a un proceso de profunda transformación.
Las raíces ancestrales de la unidad europea son fuertes, no lo serán menos sus nuevas razones.